La
primera vez que asistí a una tertulia lo hice escondido detrás de un ficus, con la ingenua pretensión preadolescente de
adentrarme de tapadillo en los misterios del mundo femenino, asunto en el que
casi cuarenta años después aún sigo enfrascado sin el menor éxito. La tertulia
en cuestión la convocaba en su casa mi tía abuela Carmen, y habida cuenta que
los honorarios a los contertulios eran satisfechos en forma de pastas y
magdalenas con propina de café o infusión y espirituosos, la reunión, aunque de
mayoría abrumadoramente femenina, solía contar con la presencia esporádica de
algunos señores del círculo familiar, que se prestaban con cierta sumisión y
mayor deleite al papel de sparring.
Me confieso apasionado de las tertulias, y ya sea por mi enfermiza curiosidad o
por mor del oficio o por ambas y otras razones, he asistido a numerosos
cenáculos de la más diversa índole, en los que he debatido, aprendido y
ofrecido lo que de mi escaso y caótico bagaje pudiera ser ilustrativo o ser
tenido en generosa consideración. Y con el mayor acopio de voluntad y el mínimo
de vergüenza, he agitado la sin hueso y aplicado el oído con la permeabilidad
de una esponja en tertulias literarias, artísticas, teatrales, cinéfilas,
musicales, flamencas o simplemente mundanas, y en apasionantes gazpachos
verbales en los que se mezclaban sin el menor pudor todo ese florilegio y otros
asuntos de más difícil catalogación.
También, y siquiera sea como
sucedáneo enlatado o como reminiscencia del ficus de mi tía Carmen, me
reconozco aficionado al ejercicio pasivo de escuchar tertulias radiofónicas,
por más que con muy contadas excepciones se observe un curioso fenómeno
de síndrome de Estocolmo entre los tertulianos de plantilla fija, que termina
por acercar, singularmente en los asuntos políticos, las voces más díscolas a
la línea editorial de quien libra los fondos, o que su falta de rotación - siempre
son los mismos - convierta en más que previsibles sus doctas opiniones.
Si pusiera en fila india las
tazas, copas borgoñesas, catavinos y vasos largos para cuyo relleno tiré de
bolsillo en mi ya larga carrera de tertuliano amateur, seguramente darían la
vuelta al mundo. Sospecho que si a la mayoría de esta legión de tertulianos que
atiborran el "mass media" les propusieran el pago con bollos, sería
ese un oficio extinguido sin remisión, y seguiría circunscrito a sus
territorios naturales que son, a saber, el café, la taberna o el salón.
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Pepe Yáñez. Junio de 2013
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