17.7.12

Nebed - Capítulo uno (3ª entrega)

                               Sin título. Acrílico, lápiz  pastel y carbón sobre papel.  50 x 70 cm-. Pepe Yáñez 2006


 
(Viene de Nebed. Capítulo 1/2)
 (...) A lo largo de veinte años he traducido toda clase de libros. La prosperidad de la nueva agencia reestructuró los departamentos inicialmente organizados por temáticas y los englobó en una suerte de absurdas secciones, unificando los textos por idiomas. ¿Se imagina? ¡Interpretar a Proust con un catálogo de automóviles aguardando un receso! Aún conservo en algún cajón el acta del jurado que me otorgó el Nabokov. Uno de los argumentos por los que se decidió premiar mi trabajo fue “la acertada recreación del lenguaje de la obra, tanto en lo referido al registro coloquial y popular cuanto a las dificultosas singularidades fonéticas”, según reza literalmente el protocolo. ¿Cree usted posible aplicar ese criterio a la trascripción de un informe financiero belga?

 El Cubo se cuidó mucho de no hacer trascender fuera de su ámbito el tipo de trabajos que encomendaba a sus traductores literarios, pero el resultado fue que terminamos por ver en Chesterton la parquedad de un documento de registro civil. Recuerdo el desconsuelo de una de mis más brillantes compañeras cuando me confesó que no había encontrado la menor diferencia de estilo entre la traducción de Las uvas de la ira para una editorial chilena, y un tratado de botánica americana con el que simultaneó el trabajo. Yo mismo, premio Nabokov, traspapelé en cierta ocasión una hoja de un registro mercantil alemán en una carta supuestamente inédita de Kafka. La integré sin notarlo en el texto con toda naturalidad. Incluso no descarto que así fuera publicada. ¿Es eso traducción?

Dijo Steiner que sin traducción habitaríamos provincias lindantes con el silencio. Sea. Por lo que a mí concierne bienvenido sea el silencio. Creía Borges que la traducción podía superar al original; no compartía, al contrario que Nabokov, el criterio de fidelidad entre el texto y su interpretación y, a lo largo de su vida, modificó sutilmente obras de Poe, de Hesse, de Kipling, de Guide,  de Melville, de Faulkner y de tantos otros. Sus traducciones alumbraron mis primeros pasos en el oficio, siendo yo tan solo un muchacho. Ahora todo eso me suena a hueco. Ya me he deshecho de sus libros, de todos los libros. Mis primeros trabajos no son para mí más que guijarros pulidos por las olas, ecos de caracolas vacías. Agua de enjuagar, como dijo Rimbaud de su obra el día que renunció para siempre a la escritura. Y ahora desterraré de esta silenciosa provincia la memoria de todos los que, a lo largo de la historia, mancharon el blanco de las cuartillas con sus odiosas letras. Sólo salvaré al poeta apóstata. Colgaré su retrato en un lugar de honor de mi casa y bajo él quemaré el Barco Borracho, su temprana obra maestra, en homenaje a su audacia. Tal vez siga sus pasos hasta la antigua Abisinia y, como él, me convierta en aventurero, en traficante de armas. Aunque acaso me falte valor para esto último. O me sobren años. (...) Continuará.


Primer capítulo de "Nebed", novela. Pepe Yáñez.
Este texto está en internet y es de libre uso no comercial. Por favor, si lo reproduces cita a su autor.
Julio de 2012
http://enelbarcoborracho.blogspot.com/

10.7.12

Nebed - Capítulo uno (2ª entrega)

                                       El traductor infiel. Óleo sobre lienzo. 80 x 80 cm. Pepe Yáñez 2005



(Viene de Nebed. Capítulo 1/1)
 (...) Sobre el francés, los sillares de papel ascendían como los anillos de un árbol, dos bibliotecas, la más antigua sobrepuesta a la otra, los libros más altos envueltos en cubiertas de cuero unidos por el lema de sus ex-libris, Post tenebras lux, y la broma de un hombre al que no conocí, mi abuelo, que en la página catorce de cada libro redimía el retrato de hombre adusto de su padre con otro sello que rezaba Totus Ludum Est

Esa es mi memoria de aquella biblioteca, una sucesión de imágenes bien escogidas, una complaciente evocación; por el contrario el recuerdo de aquellos libros, el que ahora me asalta,  es un mal sueño recurrente del que ya nunca lograré  despertar.

No vivo rodeado de grandes lujos; tal vez un viejo escritorio de roble y alguna cómoda de talla antigua que amueblan más mi  memoria que mi casa, y un reloj de oro que tras dos generaciones tuvo de nuevo un propietario cuyo nombre, el mío, se corresponde con las tres iniciales grabadas en su dorso, y un par de óleos con los que pretendieron hacer grandes a algunos de mis antepasados y que ahora hacen pequeñas las  paredes que los sustentan.

 En caso de fuerza mayor, a la que sin duda me veré abocado en breve plazo, acaso salvaría alguna baratija insignificante, de esas que sirven de asidero al pasado; un péndulo de plomo que encontré tirado en la calle hace muchos años o un escudo con emblema montañero que me regaló mi padre tras un viaje, cosas así, aunque no soy muy amigo de ese género de interpelaciones infantiles, esas en las que uno debe escoger tres objetos para trasladarse, valiente sandez, a una isla desierta; en otros tiempos el único equipaje hacia esos parajes consistía en un juego de grilletes o en un fardo de malos recuerdos que, al caso, vienen a ser lo mismo. 

Si conservara algún rescoldo de nostalgia por alguno de mis bienes perdidos, tal vez añoraría de tarde en tarde mi antigua colección de enciclopedias. Poseí obras magistrales, autenticas joyas de bibliófilo. Ya no me interesan sus letras, no volvería a leer ni una sola línea, pero aún recuerdo con agrado el tacto de las cubiertas enteladas de mis dos ejemplares traducidos del diccionario histórico y crítico de Pierre Bayle, o el olor de las páginas de  L’encyclopédie de Diderot, con sus once volúmenes de grabados conservados en perfecto estado. En esos estantes vacíos, hace apenas un par de meses, aún asomaban sus lomos junto a los de una primera edición de la Europeo-Americana con sus diez apéndices y todos los suplementos publicados hasta 1988.

Ahora ya no queda nada; todo se lo llevó el fuego.

Durante mi última etapa el Cubo, la agencia multinacional que absorbió a Vincenzo Traductores y a su pequeña plantilla, de la que formé parte durante quince años,  el rectángulo de mi mesa acabó cercado por torres de papel que crecían como plantas noctámbulas, y cada mañana, al incorporarme al trabajo, los cúmulos eran varios centímetros más altos que el día anterior. De todo ese  asunto del despido lo único que me sublevó fue que se adelantasen a mi renuncia. Mi abandono del trabajo, mi absentismo premeditado, no pretendía ser más que la antesala de una dimisión que ya tenía escenificada en mi cabeza, portazo incluido, de la que Antonio Vincenzo me privó en una más de sus calculadas jugadas dirigidas a vengar mis afrentas, a las que nunca pudo poner nombre, ni situar su origen, porque aunque intuidas jamás tomaron forma concreta ni el pudo dársela, ante la afectación de sospecha permanente que fue minando durante años nuestra sincera y antigua amistad.
  
Despedido. Ya nadie parece recordar que a los veinte años, aún sin colegiar, recibí el premio Vladimir Nabokov por la traducción de Las batallas perdidas, uno de los primeros textos de Louis Guilloux. 

El hastío llegó más tarde.

Confieso que llegué a aborrecer hasta tal punto la letra impresa que en los últimos meses traducía los textos después de registrarlos en archivos de voz, para no verme obligado a releerlos. Este despido será para mí una liberación. Hace tiempo que decidí desterrar las letras de mi vida: jamás volveré a leer o escribir una sola palabra. (...) Continuará

Primer capítulo de "Nebed", novela. Pepe Yáñez.
Este texto está en internet y es de libre uso no comercial. Por favor, si lo reproduces cita a su autor.
Junio de 2012
http://enelbarcoborracho.blogspot.com/

5.7.12

Nebed - Capítulo uno (1ª entrega))

 
                                          Serendipity. Óleo sobre lienzo. 100 x 73 cm. Pepe Yáñez 2005


Cuando era niño tuve un perro fiel al que siempre temí. Tan negro que su pelaje desprendía  reflejos azules, tan oscuro que su propia sombra era como una luz atada a sus patas. A veces me asalta de improviso el recuerdo de aquel perro manso que me daba miedo, y aún me estremezco cuando regresa a mí el olor de su pelaje oscuro y el sonido de su jadeo breve y aquel destello de luz clavado en su pupila. Y aunque ese temor sea la injusta correspondencia que ofrecí a su bondad, y lo que el engañoso rastro de los recuerdos me dejó de él, en mi memoria puedo  verlo tumbado en una alfombra de nudos desgastados que eran caminos sobre los que viajaban mis coches de latón. El perro era una montaña negra en la que rielaban dos ojos tristes o apacibles o vigilantes que me miraban mirar aquella biblioteca de lomos ordenados como las  teclas de un órgano. Me impresionaba tanto aquella muralla de libros que no fui capaz de abrir la mayoría de ellos hasta muchos años más tarde, cuando mi soledad dejó de ser un juguete y sus tapas se desplegaron ante mis ojos como alas de pájaros libres. 

Mi memoria de aquella biblioteca es el olor a papel viejo y a madera y una escalerilla que corre, casi siempre chirriando, por un carril de metal ante los estantes, a la que está prohibido subir sin permiso de los mayores, y varios anaqueles, esos si al alcance de la mano, sosteniendo libros cuyos lomos se renuevan en Navidad, al final de cada curso, en cada uno de mis cumpleaños. Los más antiguos, Andersen y Esopo, compartieron repisa muchos años con mi colección de Pumbys. Después aparecieron los hermanos Grimm y Perrault al lado de tío Gilito, y un par de años más tarde Enid Blyton y Dickens y Mark Twain y también Ana María Matute compartieron tardes de lluvia con Sir Tim O’Theo y Anacleto, y con mis viejos Mortadelos. Eran los libros que se podían leer, las dos filas a las que llegaba mi mano, y sobre ellas se elevaba un mundo misterioso de letras inalcanzables vedadas a mis ojos de niño. Cuando cumplí doce años llegó Salgari de la mano del capitán Trueno, y Julio Verne y Stevenson acabaron ganándole la partida a Jabato y al príncipe Valiente, y como mi brazo había crecido descubrí a hurtadillas que Stendhal no era aquel diablo de acento franchute que yo había imaginado (...) Continuará.


Primeros párrafos de "Nebed", novela. Pepe Yáñez.
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Junio de 2012
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