5.7.12

Nebed - Capítulo uno (1ª entrega))

 
                                          Serendipity. Óleo sobre lienzo. 100 x 73 cm. Pepe Yáñez 2005


Cuando era niño tuve un perro fiel al que siempre temí. Tan negro que su pelaje desprendía  reflejos azules, tan oscuro que su propia sombra era como una luz atada a sus patas. A veces me asalta de improviso el recuerdo de aquel perro manso que me daba miedo, y aún me estremezco cuando regresa a mí el olor de su pelaje oscuro y el sonido de su jadeo breve y aquel destello de luz clavado en su pupila. Y aunque ese temor sea la injusta correspondencia que ofrecí a su bondad, y lo que el engañoso rastro de los recuerdos me dejó de él, en mi memoria puedo  verlo tumbado en una alfombra de nudos desgastados que eran caminos sobre los que viajaban mis coches de latón. El perro era una montaña negra en la que rielaban dos ojos tristes o apacibles o vigilantes que me miraban mirar aquella biblioteca de lomos ordenados como las  teclas de un órgano. Me impresionaba tanto aquella muralla de libros que no fui capaz de abrir la mayoría de ellos hasta muchos años más tarde, cuando mi soledad dejó de ser un juguete y sus tapas se desplegaron ante mis ojos como alas de pájaros libres. 

Mi memoria de aquella biblioteca es el olor a papel viejo y a madera y una escalerilla que corre, casi siempre chirriando, por un carril de metal ante los estantes, a la que está prohibido subir sin permiso de los mayores, y varios anaqueles, esos si al alcance de la mano, sosteniendo libros cuyos lomos se renuevan en Navidad, al final de cada curso, en cada uno de mis cumpleaños. Los más antiguos, Andersen y Esopo, compartieron repisa muchos años con mi colección de Pumbys. Después aparecieron los hermanos Grimm y Perrault al lado de tío Gilito, y un par de años más tarde Enid Blyton y Dickens y Mark Twain y también Ana María Matute compartieron tardes de lluvia con Sir Tim O’Theo y Anacleto, y con mis viejos Mortadelos. Eran los libros que se podían leer, las dos filas a las que llegaba mi mano, y sobre ellas se elevaba un mundo misterioso de letras inalcanzables vedadas a mis ojos de niño. Cuando cumplí doce años llegó Salgari de la mano del capitán Trueno, y Julio Verne y Stevenson acabaron ganándole la partida a Jabato y al príncipe Valiente, y como mi brazo había crecido descubrí a hurtadillas que Stendhal no era aquel diablo de acento franchute que yo había imaginado (...) Continuará.


Primeros párrafos de "Nebed", novela. Pepe Yáñez.
Este texto está en internet y es de libre uso no comercial. Por favor, si lo reproduces cita a su autor.
Junio de 2012
http://enelbarcoborracho.blogspot.com/

2 comentarios:

  1. Hola Pepe....te sigo el blog..me encanta!!un besote
    maría

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  2. Seguro que será excelente. Te comente con fruiccion que la pluma y el pincel sin tus herramientas de trabajo. Lo que leo tiene tinta de cúrcuma de la Isla de la Especies. Yañez

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