Serendipity. Óleo sobre lienzo. 100 x 73 cm. Pepe Yáñez 2005
Cuando era niño tuve un perro fiel al que siempre
temí. Tan negro que su
pelaje desprendía reflejos azules, tan
oscuro que su propia sombra era como una luz atada a sus patas. A veces me
asalta de improviso el recuerdo de aquel perro manso que me daba miedo, y aún
me estremezco cuando regresa a mí el olor de su pelaje oscuro y el sonido de su
jadeo breve y aquel destello de luz clavado en su pupila. Y aunque ese temor
sea la injusta correspondencia que ofrecí a su bondad, y lo que el engañoso
rastro de los recuerdos me dejó de él, en mi memoria puedo verlo tumbado en una alfombra de nudos
desgastados que eran caminos sobre los que viajaban mis coches de latón. El
perro era una montaña negra en la que rielaban dos ojos tristes o apacibles o
vigilantes que me miraban mirar aquella biblioteca de lomos ordenados como
las teclas de un órgano. Me impresionaba
tanto aquella muralla de libros que no fui capaz de abrir la mayoría de ellos
hasta muchos años más tarde, cuando mi soledad dejó de ser un juguete y sus
tapas se desplegaron ante mis ojos como alas de pájaros libres.
Mi memoria de aquella biblioteca es el olor a papel
viejo y a madera y una escalerilla que corre, casi siempre chirriando, por un
carril de metal ante los estantes, a la que está prohibido subir sin permiso de
los mayores, y varios anaqueles, esos si al alcance de la mano, sosteniendo
libros cuyos lomos se renuevan en Navidad, al final de cada curso, en cada uno
de mis cumpleaños. Los más antiguos, Andersen y Esopo, compartieron repisa muchos
años con mi colección de Pumbys. Después aparecieron los hermanos Grimm y
Perrault al lado de tío Gilito, y un par de años más tarde Enid Blyton y Dickens y Mark Twain y también Ana
María Matute compartieron tardes de lluvia con Sir Tim O’Theo y Anacleto, y con
mis viejos Mortadelos. Eran los libros que
se podían leer, las dos filas a las que llegaba mi mano, y sobre ellas se elevaba
un mundo misterioso de letras inalcanzables vedadas a mis ojos de niño. Cuando
cumplí doce años llegó Salgari de la mano del capitán Trueno, y Julio Verne y
Stevenson acabaron ganándole la partida a Jabato y al príncipe Valiente, y como
mi brazo había crecido descubrí a hurtadillas que Stendhal no era aquel diablo de acento franchute que
yo había imaginado (...) Continuará.
Primeros párrafos de "Nebed", novela. Pepe Yáñez.
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Junio de 2012
http://enelbarcoborracho.blogspot.com/
Hola Pepe....te sigo el blog..me encanta!!un besote
ResponderEliminarmaría
Seguro que será excelente. Te comente con fruiccion que la pluma y el pincel sin tus herramientas de trabajo. Lo que leo tiene tinta de cúrcuma de la Isla de la Especies. Yañez
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