14.2.12

Los árboles y el fuego de Prometeo



Apunte de un álamo blanco en La Palma, Estepa. Febrero de 2012


A veces, recorriendo alguna carretera secundaria salpicada de pequeños cúmulos de estiércol sembrados por el remolque de algún vehículo agrícola, me he perdido con la mirada en los bancales de trigo que se extienden como gigantescas mantas o como pequeños mares de un verde vegetal sobre la tierra, a uno y otro lado del coche, en los que se encajan como teselas en un mosaico retales de barbechos desnudos y pequeños huertos punteados por árboles solitarios como banderas. No hay nada que recuerde más a una isla de náufrago que un huerto insumiso al latifundio.

Para mí un árbol es un ser que ha trascendido el mundo vegetal, un organismo animado de corazón lento, pero de naturaleza animal. No me refiero al olivar, que emerge de las viejas tierras calizas en los confines de la provincia, ni al naranjo, que se agarra a las riberas en el valle del río, ni siquiera a los bosques de alcornoque o encina mordidos por la dehesa. Todos esos son árboles domados o gregarios cuya presencia solo delimita la tierra en la que hunden sus raíces. Ya no son árboles. Como no lo son los sucios frutales que apenas oxigenan el extrarradio, o los pinares roídos por la carcoma de las urbanizaciones. No.

Si busco árboles de verdad los encuentro en esas copas solitarias que de improviso rompen los horizontes sembrados de trigo o cebada o algodón, o que proyectan una sombra alargada, una pincelada gris sobre el fondo amarillo de los campos de girasol. A veces he pensado si esa sombra no engañará al giro de las flores a las que atrapa, haciéndolas inclinar en sentido contrario sus hojas apecioladas sobre los tallos leñosos, desertando de esa multitud perfectamente sincronizada, eternamente engañada por el sol.

Tal vez todo esto parezca una rareza, pero cuando uno mira el campo en un paseo solitario sólo busca señales. Los árboles de ribera son señales; la única verdad que sobrevive al labrantío que mató a los bosques. Fresnos, abedules, sauces, alisos, chopos, álamos, tarajes, adelfas, son la vieja guardia de los cauces incultivables que recorren los plantíos como venas que surgen y vuelven a enterrarse en la tierra.

El domingo, al llegar a casa por la noche vi en las noticias como ardía Atenas. Prometeo robó el fuego a los dioses para entregarlo a los hombres, y ahora esos hombres luchan contra esos dioses a cuya engañosa fortuna se entregaron arrojando ese fuego contra sus iguales. No es posible – ni es justo- permanecer impasible cuando la hidra del hambre entra en tu casa, pero por desgracia, camuflada en todas las causas justas siempre hay una mano que empuña la antorcha. Se abrió una vez más la caja de Pandora, y los girasoles dejaron de mirar al sol para devorarse los unos a los otros.

Y no sé porqué pensé en el acebuche, mi favorito, ese salvaje que amarga su fruto y puebla sus ramas de espinos para no ser olivo.


Pepe Yáñez, febrero 2012
http://enelbarcoborracho.blogspot.com/

10.2.12

Aguarrás


                                El bebedor de aguarrás. Óleo sobre lienzo. 100 x 73 cm. Pepe Yáñez 2005



El alfabeto es la peor de las cadenas. Algo similar ocurre con los colores, con la pintura. Parece ingenuo crear a partir de algo universalmente admitido como perfecto. Un código cerrado, al que ya no es posible añadir nada.

Por fortuna, las combinaciones son infinitas. La libertad de la palabra se obtiene a través del yugo de las letras.

No puedes inventar letras.
Puedes crear palabras. Indefinidamente.
Más tarde, yacerán bajo el color y la forma y las texturas.
Palimpsestos.

Acerca de uno de sus catálogos, el poeta y pintor José María Báez, que sabe de brochas y de letras, reflexionaba:

Recibo información sobre unas Jornadas: “Las artes plásticas en el cambio de siglo”. Qué curioso su profesorado: 1 artista, 1 galerista, 1 director de museo y 4 críticos. En ninguna otra disciplina artística tienen tanto protagonismo los intermediarios.

Es el tablero.
Recuerdo:Totus Ludum est.
Y juego.

Un código personal:
El lenguaje propio no debería ser el fin último. Tal vez, la recompensa.
El objetivo es el impulso, el instante, el momento creativo, la autentica proto-obra.
La tela nunca más volverá a ser blanca. El fin último: repetirlo cada día.
El sitio del artista está en su estudio. Su razón de ser, lejos de sus paredes 

He nacido en una ciudad barroca (churrigueresca, ¡que eterna broma la pátina del tiempo sobre las palabras!). Su  influjo es inevitable. En ocasiones, la mejor manera de vadear  esa tentación es sucumbir a ella.
Pasada la tormenta, lo mejor es añadir mucho aguarrás a las próximas telas.
Y dejar que resbale.

Escribiré una mentira:

La originalidad es por sí misma sinónimo de lo auténtico.

Y dos palíndromos:

SOMOS O NO SOMOS
RECELO DA ADOLECER



Pepe Yáñez, febrero 2012
http://enelbarcoborracho.blogspot.com/

9.2.12

Tabernas


           Ilustración: "En Boca" (exvotos tabernarios). Acrílico sobre lienzo. Pepe Yáñez 2007

En mi memoria, maleable como una herramienta forjada para dar forma a las cosas que no existen, el olor del corcho aún consigue evocar la textura del aserrín, y aquel aroma a serrería y a cáscaras de cacahuete que, al ser desterrado del suelo de las tabernas por el legislador, descubrió pisos deslavazados y taraceas de cemento untado a lechadas.

Los recuerdos de las tabernas de mi juventud bien pasarían por unas letras escritas sobre un dintel, o por el rechinar de jarcia seca del descorche de las últimas botellas, aquellas que abrían la puerta a la engañosa clarividencia del primer trago de más, o por las volutas de incienso pagano de las colillas mal apagadas que enrojecían los ojos y afilaban la lengua. Y por muchos otros. De entre todos ellos -seguro- me quedo con algunos rostros que aún envejecen el gesto canalla a mi lado, y con otros a los que ya no sabría o no quiero poner nombre, pero que compartieron trago, yantar, y risas y palabras y silencios.

 Los recuerdos te asaltan; la memoria se evoca. Por eso, ya te digo, si tengo que elegir me quedo con la memoria, dúctil y bien adiestrada. Y así, cuando caigan los últimos bastiones tabernarios, y sólo nos queden esos  parques temáticos envejecidos a soplete en los que ya no cruje el pavía de bacalao, y los trazos de tiza en la madera solo sean un recuerdo ante las cartas en letras dauphin sobre fondo de verde carruaje, seguiré embarcado en la Taberna Errante que soñó el viejo genio de Albión, y dibujaré con el dedo sobre una mancha de vino derramado, emulando sin suerte el trazo maestro de  Pepe Castellanos, esa versión impetuosa y montañesa de Toulouse-Lautrec que aún llenará de magia servilletas, manteles y albaranes. Y allí, junto al mismísimo archivero del Lucero de Europa, espiaré a hurtadillas las letras del poeta Rafael Benítez, guardián sempiterno de este barco borracho que, como una suerte de Bartleby tabernario en variante caótica y genial, garabateará sus versos bajo un techo de estalactitas serranas.

En mi memoria, las tabernas de Carmona tienen la impronta del boticario que me enseñó el secreto de las friegas al alma con rioja Contino.
Se bienvenido; escánciate.
Y Mira. 


Texto de Pepe Yáñez para el libro "De Via Crucis por Carmona. Nueve estaciones por tabernas, bodegas y bares de Carmona" D.L. SE-1566-2007 Editorial El Mundo Tabernario