(Viene de Nebed. Capítulo 1/1)
(...) Sobre el francés, los sillares de papel ascendían como los anillos de un árbol, dos bibliotecas, la más antigua sobrepuesta a la otra, los libros más altos envueltos en cubiertas de cuero unidos por el lema de sus ex-libris, Post tenebras lux, y la broma de un hombre al que no conocí, mi abuelo, que en la página catorce de cada libro redimía el retrato de hombre adusto de su padre con otro sello que rezaba Totus Ludum Est.
(...) Sobre el francés, los sillares de papel ascendían como los anillos de un árbol, dos bibliotecas, la más antigua sobrepuesta a la otra, los libros más altos envueltos en cubiertas de cuero unidos por el lema de sus ex-libris, Post tenebras lux, y la broma de un hombre al que no conocí, mi abuelo, que en la página catorce de cada libro redimía el retrato de hombre adusto de su padre con otro sello que rezaba Totus Ludum Est.
Esa es mi memoria de aquella biblioteca, una sucesión
de imágenes bien escogidas, una complaciente evocación; por el contrario el
recuerdo de aquellos libros, el que ahora me asalta, es un mal sueño recurrente del que ya nunca
lograré despertar.
No vivo rodeado de grandes lujos; tal vez un viejo
escritorio de roble y alguna cómoda de talla antigua que amueblan más mi memoria que mi casa, y un reloj de oro que
tras dos generaciones tuvo de nuevo un propietario cuyo nombre, el mío, se
corresponde con las tres iniciales grabadas en su dorso, y un par de óleos con
los que pretendieron hacer grandes a algunos de mis antepasados y que ahora
hacen pequeñas las paredes que los sustentan.
En caso de
fuerza mayor, a la que sin duda me veré abocado en breve plazo, acaso salvaría
alguna baratija insignificante, de esas que sirven de asidero al pasado; un
péndulo de plomo que encontré tirado en la calle hace muchos años o un escudo
con emblema montañero que me regaló mi padre tras un viaje, cosas así, aunque
no soy muy amigo de ese género de interpelaciones infantiles, esas en las que
uno debe escoger tres objetos para trasladarse, valiente sandez, a una isla
desierta; en otros tiempos el único equipaje hacia esos parajes consistía en un
juego de grilletes o en un fardo de malos recuerdos que, al caso, vienen a ser
lo mismo.
Si conservara algún rescoldo de nostalgia por alguno
de mis bienes perdidos, tal vez añoraría de tarde en tarde mi antigua colección
de enciclopedias. Poseí obras magistrales, autenticas joyas de bibliófilo. Ya
no me interesan sus letras, no volvería a leer ni una sola línea, pero aún
recuerdo con agrado el tacto de las cubiertas enteladas de mis dos ejemplares
traducidos del diccionario histórico y crítico de Pierre Bayle, o el olor de
las páginas de L’encyclopédie de Diderot, con sus once volúmenes de grabados conservados
en perfecto estado. En esos estantes vacíos, hace apenas un par de meses, aún
asomaban sus lomos junto a los de una primera edición de la Europeo-Americana con sus diez apéndices y todos los suplementos
publicados hasta 1988.
Ahora ya no queda nada; todo se lo llevó el fuego.
Durante mi última etapa el Cubo, la agencia
multinacional que absorbió a Vincenzo
Traductores y a su pequeña plantilla, de la que formé parte durante quince
años, el rectángulo de mi mesa acabó
cercado por torres de papel que crecían como plantas noctámbulas, y cada
mañana, al incorporarme al trabajo, los cúmulos eran varios centímetros más
altos que el día anterior. De todo ese asunto del despido lo único que me sublevó fue
que se adelantasen a mi renuncia. Mi abandono del trabajo, mi absentismo
premeditado, no pretendía ser más que la antesala de una dimisión que ya tenía
escenificada en mi cabeza, portazo incluido, de la que Antonio Vincenzo me
privó en una más de sus calculadas jugadas dirigidas a vengar mis afrentas, a
las que nunca pudo poner nombre, ni situar su origen, porque aunque intuidas jamás
tomaron forma concreta ni el pudo dársela, ante la afectación de sospecha
permanente que fue minando durante años nuestra sincera y antigua amistad.
Despedido. Ya nadie parece recordar que a los veinte
años, aún sin colegiar, recibí el premio
Vladimir Nabokov por la traducción de Las
batallas perdidas, uno de los primeros textos de Louis Guilloux.
El hastío llegó más tarde.
Confieso que llegué a aborrecer hasta tal punto la
letra impresa que en los últimos meses traducía los textos después de
registrarlos en archivos de voz, para no verme obligado a releerlos. Este
despido será para mí una liberación. Hace tiempo que decidí desterrar las
letras de mi vida: jamás volveré a leer o escribir una sola palabra. (...) Continuará
Primer capítulo de "Nebed", novela. Pepe Yáñez.
Este
texto está en internet y es de libre uso no comercial. Por favor, si lo
reproduces cita a su autor.
Junio
de 2012
http://enelbarcoborracho.blogspot.com/
Una joya: "la única verdad": TODO ES UN JUEGO !!!
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