10.7.12

Nebed - Capítulo uno (2ª entrega)

                                       El traductor infiel. Óleo sobre lienzo. 80 x 80 cm. Pepe Yáñez 2005



(Viene de Nebed. Capítulo 1/1)
 (...) Sobre el francés, los sillares de papel ascendían como los anillos de un árbol, dos bibliotecas, la más antigua sobrepuesta a la otra, los libros más altos envueltos en cubiertas de cuero unidos por el lema de sus ex-libris, Post tenebras lux, y la broma de un hombre al que no conocí, mi abuelo, que en la página catorce de cada libro redimía el retrato de hombre adusto de su padre con otro sello que rezaba Totus Ludum Est

Esa es mi memoria de aquella biblioteca, una sucesión de imágenes bien escogidas, una complaciente evocación; por el contrario el recuerdo de aquellos libros, el que ahora me asalta,  es un mal sueño recurrente del que ya nunca lograré  despertar.

No vivo rodeado de grandes lujos; tal vez un viejo escritorio de roble y alguna cómoda de talla antigua que amueblan más mi  memoria que mi casa, y un reloj de oro que tras dos generaciones tuvo de nuevo un propietario cuyo nombre, el mío, se corresponde con las tres iniciales grabadas en su dorso, y un par de óleos con los que pretendieron hacer grandes a algunos de mis antepasados y que ahora hacen pequeñas las  paredes que los sustentan.

 En caso de fuerza mayor, a la que sin duda me veré abocado en breve plazo, acaso salvaría alguna baratija insignificante, de esas que sirven de asidero al pasado; un péndulo de plomo que encontré tirado en la calle hace muchos años o un escudo con emblema montañero que me regaló mi padre tras un viaje, cosas así, aunque no soy muy amigo de ese género de interpelaciones infantiles, esas en las que uno debe escoger tres objetos para trasladarse, valiente sandez, a una isla desierta; en otros tiempos el único equipaje hacia esos parajes consistía en un juego de grilletes o en un fardo de malos recuerdos que, al caso, vienen a ser lo mismo. 

Si conservara algún rescoldo de nostalgia por alguno de mis bienes perdidos, tal vez añoraría de tarde en tarde mi antigua colección de enciclopedias. Poseí obras magistrales, autenticas joyas de bibliófilo. Ya no me interesan sus letras, no volvería a leer ni una sola línea, pero aún recuerdo con agrado el tacto de las cubiertas enteladas de mis dos ejemplares traducidos del diccionario histórico y crítico de Pierre Bayle, o el olor de las páginas de  L’encyclopédie de Diderot, con sus once volúmenes de grabados conservados en perfecto estado. En esos estantes vacíos, hace apenas un par de meses, aún asomaban sus lomos junto a los de una primera edición de la Europeo-Americana con sus diez apéndices y todos los suplementos publicados hasta 1988.

Ahora ya no queda nada; todo se lo llevó el fuego.

Durante mi última etapa el Cubo, la agencia multinacional que absorbió a Vincenzo Traductores y a su pequeña plantilla, de la que formé parte durante quince años,  el rectángulo de mi mesa acabó cercado por torres de papel que crecían como plantas noctámbulas, y cada mañana, al incorporarme al trabajo, los cúmulos eran varios centímetros más altos que el día anterior. De todo ese  asunto del despido lo único que me sublevó fue que se adelantasen a mi renuncia. Mi abandono del trabajo, mi absentismo premeditado, no pretendía ser más que la antesala de una dimisión que ya tenía escenificada en mi cabeza, portazo incluido, de la que Antonio Vincenzo me privó en una más de sus calculadas jugadas dirigidas a vengar mis afrentas, a las que nunca pudo poner nombre, ni situar su origen, porque aunque intuidas jamás tomaron forma concreta ni el pudo dársela, ante la afectación de sospecha permanente que fue minando durante años nuestra sincera y antigua amistad.
  
Despedido. Ya nadie parece recordar que a los veinte años, aún sin colegiar, recibí el premio Vladimir Nabokov por la traducción de Las batallas perdidas, uno de los primeros textos de Louis Guilloux. 

El hastío llegó más tarde.

Confieso que llegué a aborrecer hasta tal punto la letra impresa que en los últimos meses traducía los textos después de registrarlos en archivos de voz, para no verme obligado a releerlos. Este despido será para mí una liberación. Hace tiempo que decidí desterrar las letras de mi vida: jamás volveré a leer o escribir una sola palabra. (...) Continuará

Primer capítulo de "Nebed", novela. Pepe Yáñez.
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Junio de 2012
http://enelbarcoborracho.blogspot.com/

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