Apunte de un álamo blanco en La Palma, Estepa. Febrero de 2012
A veces, recorriendo alguna carretera secundaria salpicada
de pequeños cúmulos de estiércol sembrados por el remolque de algún vehículo
agrícola, me he perdido con la mirada en los bancales de trigo que se extienden
como gigantescas mantas o como pequeños mares de un verde vegetal sobre la
tierra, a uno y otro lado del coche, en los que se encajan como teselas en un
mosaico retales de barbechos desnudos y pequeños huertos punteados por árboles
solitarios como banderas. No hay nada que recuerde más a una isla de náufrago
que un huerto insumiso al latifundio.
Para mí un árbol es un ser que ha trascendido el
mundo vegetal, un organismo animado de corazón lento, pero de naturaleza animal.
No me refiero al olivar, que emerge de las viejas tierras calizas en los
confines de la provincia, ni al naranjo, que se agarra a las riberas en el
valle del río, ni siquiera a los bosques de alcornoque o encina mordidos por la
dehesa. Todos esos son árboles domados o gregarios cuya presencia solo delimita
la tierra en la que hunden sus raíces. Ya no son árboles. Como no lo son los
sucios frutales que apenas oxigenan el extrarradio, o los pinares roídos por la
carcoma de las urbanizaciones. No.
Si busco árboles de verdad los encuentro en esas
copas solitarias que de improviso rompen los horizontes sembrados de trigo o
cebada o algodón, o que proyectan una sombra alargada, una pincelada gris sobre
el fondo amarillo de los campos de girasol. A veces he pensado si esa sombra no
engañará al giro de las flores a las que atrapa, haciéndolas inclinar en
sentido contrario sus hojas apecioladas sobre los tallos leñosos, desertando de
esa multitud perfectamente sincronizada, eternamente engañada por el sol.
Tal vez todo esto parezca una rareza, pero cuando uno
mira el campo en un paseo solitario sólo busca señales. Los árboles de ribera
son señales; la única verdad que sobrevive al labrantío que mató a los bosques.
Fresnos, abedules, sauces, alisos, chopos, álamos, tarajes, adelfas, son la
vieja guardia de los cauces incultivables que recorren los plantíos como venas
que surgen y vuelven a enterrarse en la tierra.
El domingo, al llegar a casa por la noche vi en las
noticias como ardía Atenas. Prometeo robó el fuego a los dioses para entregarlo
a los hombres, y ahora esos hombres luchan contra esos dioses a cuya engañosa
fortuna se entregaron arrojando ese fuego contra sus iguales. No es posible –
ni es justo- permanecer impasible cuando la hidra del hambre entra en tu casa,
pero por desgracia, camuflada en todas las causas justas siempre hay una mano
que empuña la antorcha. Se abrió una vez más la caja de Pandora, y los girasoles
dejaron de mirar al sol para devorarse los unos a los otros.
Y no sé porqué pensé en el acebuche, mi favorito, ese
salvaje que amarga su fruto y puebla sus ramas de espinos para no ser olivo.
Pepe Yáñez, febrero 2012
http://enelbarcoborracho.blogspot.com/