27.10.12

Nebed. Capítulo dos (3ª entrega)


                                    El lector lúcido. Acrílico, carbón y pastel sobre papel.  Pepe Yáñez 2005

 
(Viene de Nebed. Capítulo 2/2

(...) Lo cierto es que yo no había perdido un segundo contemplando sus rizos engominados, coronados por un ya indisimulable círculo de alopecia.  La sola presencia de Rose y Rosa, erguidas en pose de azafatas de vuelo y dirigiéndonos sendas sonrisas tan cautivadoras como profesionales,  bastó para que mi estado de ánimo retornara a un punto neutro, que inmediatamente subió enteros cuando, tras la recepción de nuestras tarjetas, Rose abandonó la pecera y se expuso ante nosotros como una sirena desprendiéndose de su cola.
-Follow me, please   -nos indicó amablemente sin perder la sonrisa, sin duda dando por hecho que la cartilla del uno de unos traductores, por muy literarios que fueran,  pasaba por comprender el inglés.
-Supongo que Mr. Fields nos aguarda arriba –inquirió Vincenzo con una engolada sonrisa que no encontró destinataria. Rose ya caminaba de espaldas en dirección al ascensor.
-¡Oh! ¡Mr. Fields se encuentra de viaje! –respondió Rose en perfecto español sin volverse-. Yo misma les acompañaré a sus dependencias pero antes, si me lo permiten, les mostraré en un corto recorrido parte de nuestras instalaciones, para que se familiaricen con su nuevo entorno de trabajo.
Contemplando la manera en la que Rose posaba sus pasos en el suelo, pensé que por mi parte ampliaría  el recorrido hasta el mismo Londres si fuera preciso. Por suerte, antes de que pudiera expresar ese pensamiento  con cualquier desafortunada fórmula intervino Matías, sosteniendo sobre los  brazos extendidos su caja de cartón.
-Disculpe señorita.
Rose se volvió hacia nosotros sin alterar el dibujo de su sonrisa en los labios, añadiendo el extra de un divertido arqueo de cejas.
-¡Oh! –exclamó-. Discúlpenme ustedes por favor… ¡Bástian, si es tan amable acomode las cajas de los señores!
Sebas abrió la portezuela que tenía a su derecha sin apartar la mirada del monitor se su unidad. Matías y Ramón comprendieron que el porte les correspondía, y retrocedieron lo andado para dejar sus cajas en la pecera. Mientras contemplaba como desaparecían sus cuerpos al agacharse tras el mostrador advertí que Rosa, ya sentada en su puesto, meneaba la cabeza de lado a lado, en un casi imperceptible gesto reprobatorio. Me pregunté que sería lo que la contrariaba. Tal vez la invasión de su espacio vital en el cubículo o la simple alteración de su rutina diaria. Puede que no aprobara la actitud de Sebas, o Bástian, o como quisieran llamarle, incluso que se sintiera algo celosa por el papel protagonista de su compañera. Colegí que la sola irrupción en el hall de aquella extraña comitiva que formábamos dos porteadores y un individuo con aire ausente en zapatillas de deporte, encabezados por un histriónico con casco de brillantina y trajeado como  si fuera a una boda era motivo más que suficiente como para menear la cabeza durante un mes completo. Mientras barajaba las diferentes posibilidades observé que Rosa, si bien tenía unos rasgos mucho más discretos que los de Rose, poseía un perfil que pedía a gritos un lápiz para ser dibujado.
Poco duró mi esbozo mental.
-All right! –exclamó Rose.
Una vez vio ubicadas las cajas, frunció los labios en un gesto de aprobación.
-Much better! Come on!  -ordenó entre líneas, regalándonos de nuevo su espalda.
En los casi cuatro mil metros cuadrados del Cubo trabajan más de cien empleados. Desconozco como sería el edificio antes de su restauración, pero los arquitectos ingleses habían hecho un buen trabajo. La galería que circundaba la edificación en la cara exterior de sus cinco plantas se abría al paisaje urbano en las dos fachadas orientadas al este, y ofrecía en las otras una soberbia vista de las suaves colinas que se elevan en las afueras de la ciudad. El Cubo está dividido en uso en dos mitades; una de acceso público en la que está situado el museo, la principal baza que decidió al ayuntamiento a ceder en concesión el edificio - la oferta era irrechazable -  junto al archivo bibliófilo abierto  a investigadores previamente acreditados. En la otra mitad, la que recorríamos en aquel momento en su segunda planta,  estaban las oficinas de la empresa, cuyos diferentes departamentos se situaban a lo largo de la galería detrás de mamparas ahumadas rotuladas con la actividad de cada sección. Una buena solución para compartimentar y aislar la zona de trabajo de la galería, permitiendo al mismo tiempo el paso a la luz y a las vistas del exterior.
Rose caminaba por el pasillo como si navegara en un canal veneciano,  saludando al cruce, deteniéndose en cada uno de los departamentos y abandonándonos en la entrada.
Con un sorry, just a minute…! se perdía entre las mamparas portando una carpeta que en cada salida disminuía su grosor. Era evidente que aprovechaba el paseo para repartir alguna circular, una hoja de servicio o cualquiera fuera la cosa que llevara bajo el brazo.
Reconozco que tanta parada comenzó a irritarme, y supuse a Vincenzo al borde del colapso por igual motivo.
- ¿No os parece un poco borde esta tía? –pregunté a mis compañeros de gira.
Vincenzo se volvió hacia mí a tal velocidad que pensé que iba a perder el equilibrio.
-¡Joder Alcolea! -dijo forzando un susurro -. ¡No levantes tanto la voz! ¿Vas a empezar a pifiarla desde el primer día?
Vincenzo y yo nos llamábamos por el  apellido desde el colegio, pero a partir del primer afeitado él solo lo usaba previamente a un abrazo o cuando estaba verdaderamente cabreado.  En los últimos dos años no recordaba haberme abrazado en ninguna ocasión con mi antiguo camarada de aulas.
-No procede señores –apuntó lacónicamente Ramón, señalando con un gesto de cabeza la mampara.
Rose avanzaba hacia nosotros de vuelta de su ronda haciendo oscilar  su cuerpo con movimientos de pasarela. Se abanicaba distraídamente con la carpeta, a esas alturas ya bien diezmada de su contenido.  
-Además, está como un queso –monologó Vincenzo, esta vez en un verdadero susurro.
-Let’s go! – indicó nuestra guía con su imperturbable sonrisa, agradeciendo con un confuso fruncido de cejas la exagerada inclinación con la que Antonio Vincenzo le cedió el paso hacia la galería. (...) Continuará.


Segundo capítulo de "Nebed", novela. Pepe Yáñez.
Este texto está en internet y es de libre uso no comercial. Por favor, si lo reproduces cita a su autor. 
Octubre de 2012
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22.10.12

NEBED. Capítulo dos (2ª entrega))

                                            El viaje hasta ayer. Óleo sobre lienzo.  Pepe Yáñez 2005

 
(Viene de Nebed. Capítulo 2/1

(...) El tercer inquilino del lujoso corralón de recepción era Sebas Lobato, un antiguo empleado de empresa de seguridad que en los últimos años de abandono del edificio había ejercido de guarda nocturno del inmueble hasta su cesión municipal a los nuevos concesionarios. En el acuerdo, de forma oficial o tácita, se había incluido la continuidad de sus servicios, y tras un breve  cursillo de capacitación pasó a lucir sobre su uniforme una siempre lustrosa chapa con logotipo en la que se leía Control de Acceso. Supongo que el recuerdo de los dos años que pasó recorriendo linterna en mano los oscuros pasillos de aquella inmensa ruina era razón más que suficiente para que Sebas soportara con estoicismo ser rebautizado como Bástian por Mr. Dankworth, su superior directo y jefe de seguridad del Cubo, incapaz, entre otras muchas cosas, de pronunciar su nombre de manera reconocible para un castellano. Con Dankworth tuve algunos incidentes menores que con el tiempo acarrearían mayores consecuencias.

Sebas, Bástian en horario laboral, es un gigante de cuarenta y pocos  con cara de niño receloso, una montaña de músculos en cierto receso que a mi juicio necesitarían reposar en varias sesiones de diván. No es mala persona. De nuestro último y reciente encuentro guardo como recuerdo el tatuaje de color movedizo de sus nudillos en mi mandíbula y una cita con el dentista. No le guardo rencor. De haber puesto el más mínimo empeño en aquel puñetazo me habría vaciado el cráneo como quien casca un huevo. Con Sebas, en tiempo acumulado, compartí semanas de escaqueo en la cafetería del edificio, y en el Eurolunch, un garito con pretensiones que a pesar de su nombre de fábrica de alimentos envasados servía aceptables almuerzos en un frío complejo de servicios ubicado frente al Cubo. El Eurolunch tiene una bien fotografiada carta de platos que alimentan diariamente a varios rebaños de oficinistas,  aunque justo es decir que nuestras consumiciones habituales se servían mayoritariamente en vaso y nunca en horario de comidas.

El desembarco de los restos de Vincenzo traductores en el Cubo recordó más al ingreso en un centro de acogida que a una incorporación laboral.  De la antigua plantilla quedaron atrás media docena de freelances desconsolados, dos expedientes en magistratura cuyas costas jurídicas asumió The Cube Pumping Corporation,  tres traductores que prefirieron la pasta a los juzgados, una secretaria eternamente agradecida por su prejubilación y una inconfesa aunque más que evidente inyección de euros en la cuenta de Antonio Vincenzo. El quince por ciento de las acciones de la agencia, cedido a mi favor tras su fallecimiento por el padre de Antonio y verdadero aldabonazo de nuestro distanciamiento, me había reportado la cantidad justa para aplazar el embargo de mi pequeña propiedad en la costa, y el aire suficiente para ponerla en venta sin cargas acuciantes.  Obvia decir que la enorme diferencia de valoración entre las acciones de Vincenzo y las mías se debió a una milagrosa sobrevaloración de las primeras en el último apretón de manos de su trato con los ingleses.

Los cuatro supervivientes, con Vincenzo a la cabeza, accedimos al hall de El Cubo en fila india, más deslumbrados por el molesto reflejo del sol que acuchillaba la  gran claraboya del techo y luego estallaba en el mármol del piso que por la imponente arquitectura espacial que nos rodeaba. Matías y Ramón, los otros dos náufragos, portaban sendas cajas de cartón con su material de trabajo personal, al más puro estilo de telefilme norteamericano. Una mezcla de orgullo y de atávico pudor a las procesiones me decidió a dejar la mía en el flamante todoterreno de Vincenzo, en el que nos habíamos trasladado a nuestras nuevas oficinas.

-¡Vais a flipar con el sitio! – se limitó a comentar intermitentemente durante el trayecto, mientras se esmeraba en mostrarnos, en una exhibición de concesionario, la tecnología punta del interior de su nuevo coche, aún con plásticos en los asientos, cuyo valor superaba con creces el de mi apartamento. 

Durante el insoportable recorrido que nos llevó al Cubo, contestó pulsando botoncitos a las preguntas fingidamente interesadas de mis compañeros, mientras me dirigía furtivas ráfagas de miradas a través del retrovisor, sin duda confundiendo con la envidia mi indisimulado gesto de desprecio. Todos conocíamos el edificio por fuera, durante años fue un símbolo más de la desidia urbanística de la ciudad, pero Antonio, que había reservado para sí la totalidad de la negociación de la venta, lo había visitado en varias ocasiones con nuestros nuevos jefes británicos. 

Seguramente Vincenzo esperaba un recibimiento algo más pomposo, si no el de Byron Fields, director del centro al que se refería como amigo y a quien  daba tratamiento de semidios, al menos el de  Dankworth o alguno de sus principales adláteres.  Para su desconsuelo hubo de conformarse con la mirada al vacío de Sebas, que extendió la mano a nuestra llegada solicitando nuestros carnets para entregarnos las acreditaciones provisionales que nos permitirían el paso.

-Ustedes deben ser los de Vincenzo.
-Antonio Vincenzo –respondió Antonio estrechando su mano, mezclando una emulsión de orgullo y sentimiento de ofensa en sus palabras.
-Por favor, acelere el trámite. Nos están esperando.

La mano de Sebas continuó extendida tras el apretón. Antonio extrajo su carnet de identidad de la cartera y aguardó la parsimoniosa inscripción de sus datos sin volver la cabeza, sin duda evitando a conciencia  la mirada de burla con la que me imaginaba recreando el momento. No habían sido unos meses fáciles, y la línea de susceptibilidad en la que ambos nos manteníamos era lo más parecido al filo de un bisturí.
(...) Continuará.


Segundo capítulo de "Nebed", novela. Pepe Yáñez.
Este texto está en internet y es de libre uso no comercial. Por favor, si lo reproduces cita a su autor. 
Octubre de 2012
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15.10.12

NEBED. Capítulo dos (1ª entrega))



                         La cuadratura del círculo" (detalle ) Óleo y acrílico sobre lienzo.  Pepe Yáñez 2004

 
(Viene de Nebed. Capítulo 1/3)

(...) El funcionamiento interno del Cubo es geométrico, un fiel reflejo de su envoltorio. La estructura del edificio se alza en cuatro fachadas gemelas que afloran del centro de un solar enlosado con enormes baldosas de cerámica gris, rodeado en su perímetro por una estructura metálica proyectada en su origen como guía para plantas trepadoras. Esa función la cumplió a la perfección durante los escasos meses en los que el edificio fue pabellón de uno de los países participantes en la exposición universal que maquilló la piel de esta ciudad hace dos décadas. En los años en los que el inmueble permaneció en abandono tras su cesión por los expositores al consistorio, el seto perdió el verde de sus hojas, y el Cubo quedó cercado por  una tupida maraña de leña abrazada al óxido de los tubos a la que la intemperie y la desidia dotaron con el tiempo de una extraña belleza, a medio camino entre lo orgánico y lo industrial, que los arquitectos dieron por buena al rehabilitar el edificio. Cuando uno lo mira desde cierta distancia, se tiene la sensación de estar contemplando una absurda cubitera en la que flota un solitario bloque de hielo de proporciones ciclópeas, inútil y mágico, como el juguete de un niño.

Debo reconocer sin embargo que nuestro traslado al Cubo no fue demasiado traumático, una vez asumimos que Vincenzo Traductores ya era historia. Si bien en un principio un cierto apego nostálgico me hizo pensar que añoraría el mapamundi de manchas de humedad que decoraba el techo falso  de nuestra céntrica y casi ruinosa sede, lo cierto es que el recuerdo de los viejos archivadores cuyos carriles chirriaban como murciélagos soliviantados, la exasperante lentitud de nuestros panzudos ordenadores y la angosta escalera de entrada que cada mañana nos devoraba como la garganta de una sierpe  pasaron pronto al olvido ante las comodidades que nos brindaban las nuevas instalaciones.

Entre ellas, no fue plato de mal gusto cambiar mi longeva colección de multas de aparcamiento en zona limitada por una flamante tarjeta microchip que daba acceso al garaje privado del Cubo, desde el que se ingresaba directamente a través de un ascensor al enorme recibidor acristalado del edificio, de cuyo centro emergía, como un baluarte de vidrio templado y  mármol,  el mostrador de recepción. Nunca entendí la necesidad de obligar a los visitantes a caminar los casi cien metros que lo separaban de la puerta de entrada al público, pero concluí  que eran el mínimo peaje que podía requerirse para recibir el premio de intercambiar las cuatro palabras de la consulta de turno con las dos gracias que atendían tras el rótulo de información. Rose y Rosa. La primera vez que dí los buenos días a Rose tuve la impresión de que al devolverme el saludo  me transmitía secretamente un súbito amor a primera vista, aunque pronto hube de resignarme a compartir esa sensación con todas y cada una de las personas que se acercaban por primera vez a su repisa. 

Rose Relish  es una londinense de Bromley que por un extraño sortilegio parece haber intercambiado el carácter reservado que por su origen un español le presupondría con Rosa Lucena , su compañera de pecera, una flemática andaluza de Tomares que habla un correcto inglés de procedencia au pair cuando la situación lo requiere, y a la que uno a primera vista le imagina el bolso repleto de bolsitas de té Lady Gray. A Rose, una vez superado sin éxito el primer impulso de mi testosterona,  me unió una amistad voluble y divertida a partes iguales que tuvo un final sorpresa. Con Rosa mantuve una relación diferente durante el año y medio que convivimos en el Cubo. Una vez que comprendí que su flema no era sino una cortina tras la que ocultaba su timidez, y que su impostada pose anglosajona obedecía más a alguna sugerencia corporativa que a su sencilla naturaleza,  adquirimos el rango de sinceros confidentes y compartimos algún consuelo mutuo que guardo para mi.  Jamás tendría una mala palabra para Rosa; no se puede tener para alguien que literalmente salvó mi vida, y no hablo en absoluto en sentido metafórico. (...) Continuará.


Segundo capítulo de "Nebed", novela. Pepe Yáñez.
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Octubre de 2012
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3.10.12

Tomar el Congreso

                    Serie "Palíndromos" (detalle) Óleo y acrílico sobre lienzo. Pepe Yáñez 2005


Cuando hay marejada las olas también abordan la cubierta de este Barco Borracho, y un buen timonel no debe tener miedo a mojarse. Aprovechando la calma, os dejo mi reflexión:

La derecha española desprende tanta caspa que se podría esquiar en ella. La izquierda es un páramo lleno de espectros desorientados adictos al alcanfor. El movimiento ciudadano reúne a la desesperanza con un inquietante clamor de guillotina. Nunca como ahora cobró tanto valor la defensa de la Libertad Individual frente a una libertad colectiva mediatizada y voluble.

¿Que pasaría si los que aún creemos en las urnas -de cualquier partido- rodeáramos en la calle a quienes rodean el congreso?
Comparto el hartazgo, y mucho, pero no que se despoje de dignidad y se llame borregos a millones de votantes, voten a quien voten.

Todas las revoluciones violentas de cualquier color y en cualquier época acabaron gobernadas por tiranos que robaron de nuevo la libertad a quienes los encumbraron. Todas. Con todos sus defectos y convulsiones, el mayor periodo de paz en la historia de la humanidad se ha desarrollado en las democracias. Desde el pasado siglo, nunca ha habido una guerra entre países democráticos y nunca en ellos hasta ahora ha corrido la sangre de una guerra civil. Cierto es que en democracia, por pura definición,  hay matices, que ni de lejos se han superado las injusticias, que el poder, como de cualquier otra herramienta, se sirve de ella. Pero el sistema se cambia, se mejora, con la batalla de las ideas, no con la de las guadañas.

Las IDEAS de la revolución francesa cambiaron a Europa. Tumbaron a un déspota, pero sus métodos se desligaron de ellas, sus consecuencias inmediatas arrasaron y tiranizaron de nuevo a Francia, y trasladados al siglo XX, descontextualizados, sirvieron de excusa y modelo a muchos sátrapas para empujar a sus pueblos a la tiranía, y a otros de igual calaña para responderles con el talión. La Bastilla se tomó para derrocar a un autócrata, consecuencia de siglos de deificación del poder, situado en el vértice de una sociedad en la que la voz estaba proporcionalmente vinculada a la fuerza; no contra representantes elegidos en libertad. Y, bueno es recordarlo, la mitad de los que la tomaron acabaron en la guillotina por obra y gracia de otros tiranos que pretendieron ser la única voz del pueblo.

Expresar en la calle la discrepancia, manifestar las ideas propias, llamar la atención y denunciar en libertad los vicios de un sistema democrático lo fortalecen. En pleno siglo XXI disfrutamos de la libertad que pregonaban esas IDEAS, Libertad de Opinión, Libertad de Expresión y Libertad de Manifestación, y de la voz que no tenían quienes las promulgaron; no caigamos de nuevo en el horror y los errores que acarrearon.

 Tomar el congreso es decimonónico, absurdo y peligroso. Es lenguaje de mausers y kaláshnikovs. Es poner de nuevo en la boca de una minoritaria parte del pueblo la voz de los tiranos.

Es mi opinión. En Libertad. 






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Pepe Yáñez, octubre 2012
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