(Viene de Nebed. Capítulo 2/1)
(...) El tercer inquilino del lujoso corralón de recepción era
Sebas Lobato, un antiguo empleado de empresa de seguridad que en los últimos
años de abandono del edificio había ejercido de guarda nocturno del inmueble
hasta su cesión municipal a los nuevos concesionarios. En el acuerdo, de forma
oficial o tácita, se había incluido la continuidad de sus servicios, y tras un
breve cursillo de capacitación pasó a
lucir sobre su uniforme una siempre lustrosa chapa con logotipo en la que se
leía Control de Acceso. Supongo que
el recuerdo de los dos años que pasó recorriendo linterna en mano los oscuros
pasillos de aquella inmensa ruina era razón más que suficiente para que Sebas
soportara con estoicismo ser rebautizado como Bástian por Mr. Dankworth, su
superior directo y jefe de seguridad del Cubo, incapaz, entre otras muchas cosas,
de pronunciar su nombre de manera reconocible para un castellano. Con Dankworth
tuve algunos incidentes menores que con el tiempo acarrearían mayores consecuencias.
Sebas, Bástian en horario laboral, es un gigante de
cuarenta y pocos con cara de niño receloso,
una montaña de músculos en cierto receso que a mi juicio necesitarían reposar
en varias sesiones de diván. No es mala persona. De nuestro último y reciente
encuentro guardo como recuerdo el tatuaje de color movedizo de sus nudillos en
mi mandíbula y una cita con el dentista. No le guardo rencor. De haber puesto
el más mínimo empeño en aquel puñetazo me habría vaciado el cráneo como quien
casca un huevo. Con Sebas, en tiempo acumulado, compartí semanas de escaqueo en
la cafetería del edificio, y en el Eurolunch,
un garito con pretensiones que a pesar de su nombre de fábrica de alimentos
envasados servía aceptables almuerzos en un frío complejo de servicios ubicado
frente al Cubo. El Eurolunch tiene
una bien fotografiada carta de platos que alimentan diariamente a varios
rebaños de oficinistas, aunque justo es
decir que nuestras consumiciones habituales se servían mayoritariamente en vaso
y nunca en horario de comidas.
El desembarco de los restos de Vincenzo traductores
en el Cubo recordó más al ingreso en un centro de acogida que a una
incorporación laboral. De la antigua
plantilla quedaron atrás media docena de freelances
desconsolados, dos expedientes en magistratura cuyas costas jurídicas asumió The Cube Pumping Corporation, tres traductores que prefirieron la pasta a
los juzgados, una secretaria eternamente agradecida por su prejubilación y una
inconfesa aunque más que evidente inyección de euros en la cuenta de Antonio
Vincenzo. El quince por ciento de las acciones de la agencia, cedido a mi favor
tras su fallecimiento por el padre de Antonio y verdadero aldabonazo de nuestro
distanciamiento, me había reportado la cantidad justa para aplazar el embargo
de mi pequeña propiedad en la costa, y el aire suficiente para ponerla en venta
sin cargas acuciantes. Obvia decir que
la enorme diferencia de valoración entre las acciones de Vincenzo y las mías se
debió a una milagrosa sobrevaloración de las primeras en el último apretón de
manos de su trato con los ingleses.
Los cuatro supervivientes, con Vincenzo a la cabeza, accedimos
al hall de El Cubo en fila india, más deslumbrados por el molesto reflejo del
sol que acuchillaba la gran claraboya
del techo y luego estallaba en el mármol del piso que por la imponente
arquitectura espacial que nos rodeaba. Matías y Ramón, los otros dos náufragos,
portaban sendas cajas de cartón con su material de trabajo personal, al más
puro estilo de telefilme norteamericano. Una mezcla de orgullo y de atávico
pudor a las procesiones me decidió a dejar la mía en el flamante todoterreno de
Vincenzo, en el que nos habíamos trasladado a nuestras nuevas oficinas.
-¡Vais a flipar con el sitio! – se limitó a comentar
intermitentemente durante el trayecto, mientras se esmeraba en mostrarnos, en
una exhibición de concesionario, la tecnología punta del interior de su nuevo
coche, aún con plásticos en los asientos, cuyo valor superaba con creces el de
mi apartamento.
Durante el insoportable recorrido que nos llevó al
Cubo, contestó pulsando botoncitos a las preguntas fingidamente interesadas de
mis compañeros, mientras me dirigía furtivas ráfagas de miradas a través del
retrovisor, sin duda confundiendo con la envidia mi indisimulado gesto de
desprecio. Todos conocíamos el edificio por fuera, durante años fue un símbolo
más de la desidia urbanística de la ciudad, pero Antonio, que había reservado
para sí la totalidad de la negociación de la venta, lo había visitado en varias
ocasiones con nuestros nuevos jefes británicos.
Seguramente Vincenzo esperaba un recibimiento algo
más pomposo, si no el de Byron Fields, director del centro al que se refería
como amigo y a quien daba tratamiento de
semidios, al menos el de Dankworth o
alguno de sus principales adláteres.
Para su desconsuelo hubo de conformarse con la mirada al vacío de Sebas,
que extendió la mano a nuestra llegada solicitando nuestros carnets para
entregarnos las acreditaciones provisionales que nos permitirían el paso.
-Ustedes deben ser los de Vincenzo.
-Antonio Vincenzo –respondió Antonio estrechando su
mano, mezclando una emulsión de orgullo y sentimiento de ofensa en sus
palabras.
-Por favor, acelere el trámite. Nos están esperando.
La mano de Sebas continuó extendida tras el apretón.
Antonio extrajo su carnet de identidad de la cartera y aguardó la parsimoniosa
inscripción de sus datos sin volver la cabeza, sin duda evitando a
conciencia la mirada de burla con la que
me imaginaba recreando el momento. No habían sido unos meses fáciles, y la
línea de susceptibilidad en la que ambos nos manteníamos era lo más parecido al
filo de un bisturí.
(...) Continuará.
Segundo capítulo de "Nebed", novela. Pepe Yáñez.
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reproduces cita a su autor.
Octubre de 2012
http://enelbarcoborracho.blogspot.com/
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