22.10.12

NEBED. Capítulo dos (2ª entrega))

                                            El viaje hasta ayer. Óleo sobre lienzo.  Pepe Yáñez 2005

 
(Viene de Nebed. Capítulo 2/1

(...) El tercer inquilino del lujoso corralón de recepción era Sebas Lobato, un antiguo empleado de empresa de seguridad que en los últimos años de abandono del edificio había ejercido de guarda nocturno del inmueble hasta su cesión municipal a los nuevos concesionarios. En el acuerdo, de forma oficial o tácita, se había incluido la continuidad de sus servicios, y tras un breve  cursillo de capacitación pasó a lucir sobre su uniforme una siempre lustrosa chapa con logotipo en la que se leía Control de Acceso. Supongo que el recuerdo de los dos años que pasó recorriendo linterna en mano los oscuros pasillos de aquella inmensa ruina era razón más que suficiente para que Sebas soportara con estoicismo ser rebautizado como Bástian por Mr. Dankworth, su superior directo y jefe de seguridad del Cubo, incapaz, entre otras muchas cosas, de pronunciar su nombre de manera reconocible para un castellano. Con Dankworth tuve algunos incidentes menores que con el tiempo acarrearían mayores consecuencias.

Sebas, Bástian en horario laboral, es un gigante de cuarenta y pocos  con cara de niño receloso, una montaña de músculos en cierto receso que a mi juicio necesitarían reposar en varias sesiones de diván. No es mala persona. De nuestro último y reciente encuentro guardo como recuerdo el tatuaje de color movedizo de sus nudillos en mi mandíbula y una cita con el dentista. No le guardo rencor. De haber puesto el más mínimo empeño en aquel puñetazo me habría vaciado el cráneo como quien casca un huevo. Con Sebas, en tiempo acumulado, compartí semanas de escaqueo en la cafetería del edificio, y en el Eurolunch, un garito con pretensiones que a pesar de su nombre de fábrica de alimentos envasados servía aceptables almuerzos en un frío complejo de servicios ubicado frente al Cubo. El Eurolunch tiene una bien fotografiada carta de platos que alimentan diariamente a varios rebaños de oficinistas,  aunque justo es decir que nuestras consumiciones habituales se servían mayoritariamente en vaso y nunca en horario de comidas.

El desembarco de los restos de Vincenzo traductores en el Cubo recordó más al ingreso en un centro de acogida que a una incorporación laboral.  De la antigua plantilla quedaron atrás media docena de freelances desconsolados, dos expedientes en magistratura cuyas costas jurídicas asumió The Cube Pumping Corporation,  tres traductores que prefirieron la pasta a los juzgados, una secretaria eternamente agradecida por su prejubilación y una inconfesa aunque más que evidente inyección de euros en la cuenta de Antonio Vincenzo. El quince por ciento de las acciones de la agencia, cedido a mi favor tras su fallecimiento por el padre de Antonio y verdadero aldabonazo de nuestro distanciamiento, me había reportado la cantidad justa para aplazar el embargo de mi pequeña propiedad en la costa, y el aire suficiente para ponerla en venta sin cargas acuciantes.  Obvia decir que la enorme diferencia de valoración entre las acciones de Vincenzo y las mías se debió a una milagrosa sobrevaloración de las primeras en el último apretón de manos de su trato con los ingleses.

Los cuatro supervivientes, con Vincenzo a la cabeza, accedimos al hall de El Cubo en fila india, más deslumbrados por el molesto reflejo del sol que acuchillaba la  gran claraboya del techo y luego estallaba en el mármol del piso que por la imponente arquitectura espacial que nos rodeaba. Matías y Ramón, los otros dos náufragos, portaban sendas cajas de cartón con su material de trabajo personal, al más puro estilo de telefilme norteamericano. Una mezcla de orgullo y de atávico pudor a las procesiones me decidió a dejar la mía en el flamante todoterreno de Vincenzo, en el que nos habíamos trasladado a nuestras nuevas oficinas.

-¡Vais a flipar con el sitio! – se limitó a comentar intermitentemente durante el trayecto, mientras se esmeraba en mostrarnos, en una exhibición de concesionario, la tecnología punta del interior de su nuevo coche, aún con plásticos en los asientos, cuyo valor superaba con creces el de mi apartamento. 

Durante el insoportable recorrido que nos llevó al Cubo, contestó pulsando botoncitos a las preguntas fingidamente interesadas de mis compañeros, mientras me dirigía furtivas ráfagas de miradas a través del retrovisor, sin duda confundiendo con la envidia mi indisimulado gesto de desprecio. Todos conocíamos el edificio por fuera, durante años fue un símbolo más de la desidia urbanística de la ciudad, pero Antonio, que había reservado para sí la totalidad de la negociación de la venta, lo había visitado en varias ocasiones con nuestros nuevos jefes británicos. 

Seguramente Vincenzo esperaba un recibimiento algo más pomposo, si no el de Byron Fields, director del centro al que se refería como amigo y a quien  daba tratamiento de semidios, al menos el de  Dankworth o alguno de sus principales adláteres.  Para su desconsuelo hubo de conformarse con la mirada al vacío de Sebas, que extendió la mano a nuestra llegada solicitando nuestros carnets para entregarnos las acreditaciones provisionales que nos permitirían el paso.

-Ustedes deben ser los de Vincenzo.
-Antonio Vincenzo –respondió Antonio estrechando su mano, mezclando una emulsión de orgullo y sentimiento de ofensa en sus palabras.
-Por favor, acelere el trámite. Nos están esperando.

La mano de Sebas continuó extendida tras el apretón. Antonio extrajo su carnet de identidad de la cartera y aguardó la parsimoniosa inscripción de sus datos sin volver la cabeza, sin duda evitando a conciencia  la mirada de burla con la que me imaginaba recreando el momento. No habían sido unos meses fáciles, y la línea de susceptibilidad en la que ambos nos manteníamos era lo más parecido al filo de un bisturí.
(...) Continuará.


Segundo capítulo de "Nebed", novela. Pepe Yáñez.
Este texto está en internet y es de libre uso no comercial. Por favor, si lo reproduces cita a su autor. 
Octubre de 2012
http://enelbarcoborracho.blogspot.com/

No hay comentarios:

Publicar un comentario